Ramón Freire, la disputa por la construcción del Estado tras la independencia, y el triunfo del bando conservador
Introducción:
Entre los referentes de la lucha independentista que dio vida a Chile como país en el contexto de la guerra continental que libraron los pueblos de nuestra América contra el Imperio español, suele omitirse o subvalorarse la figura de Ramón Freire Serrano.
Así, la historiografía tradicional lo ha puesto muy por detrás de los próceres de Bernardo O’Higgins o los hermanos Carrera, y en el imaginario popular digamos «alternativo», tampoco ha estado muy presente, a diferencia de un Manuel Rodríguez que como ha figurado muchas veces como el ícono «contestatario» de la época. Tampoco se le han dedicado a Freire muchas calles, ciudades, plazas o monumentos en comparación con O»Higgins o Carrera, y en los textos de estudio se lo pone en segunda o tercera línea de importancia.
Sin embargo, haciendo una revisión del ciclo de sucesos y disputas que va desde la Independencia hasta la Guerra Civil de 1929 – 1830, es la figura política dominante, rol que sólo vino a desplazar precisamente su derrota en la guerra por el bando cuya cabeza puede señalarse en Diego Portales.
Todo esto es, desde un principio, bastante sospechoso: Se trata de un dirigente militar y político de primera importancia en las guerras contra los ejércitos españoles y la primera etapa de construcción del Estado de Chile, tanto en la primera etapa de la independencia (1810-1818) como en la continuación de la guerra en el Sur de Chile y en especial contra el reducto imperial en Chiloé, en la década de los 1820s. Y además del ámbito militar, fue un actor protagonista del período de disputas por el carácter de la construcción del Estado en la coyuntura constituyente de esos años, etapa que se cierra con la derrota del polo de fuerzas y actores que él encabeza, en la Guerra Civil de 1829 a 1830.
Es el rol central que, en especial por obra de la revisión y recuperación histórica realizada entre otros por el historiador Gabriel Salazar (en especial su libro «La construcción del Estado en Chile. (1760-1860): democracia de los pueblos, militarismo ciudadano, golpismo oligárquico» (aquí su primera parte), que aquí reseñaremos en sus principales dimensiones y sucesos, junto a algunas reflexiones tomadas de las nuevas visiones historiográficas sobre la historia de nuestro país.
Indice:
1. El sentido de las disputas en la primera etapa de la construcción del Estado en Chile.
2. ¿Por qué la omisión y el menosprecio? El bando de la oligarquía santiaguina, el conservadurismo, y la figura de Diego Portales.
3. La Guerra Civil y Diego Portales como figura referencial del poder constituyente y el proyecto político de las elites chilenas.
4. La memoria histórica dominante y el proyecto conservador, autoritario y oligárquico en Chile
1. El sentido de las disputas en la primera etapa de la construcción del Estado en Chile y el rol de Freire
En la historia oficial que se ha enseñado en la educación formal y en el imaginario nacional, la década de los 1820s ha sido tradicionalmente caracterizada como un período de «desorden», de intentos fallidos de construcción de estabilidad institucional, de incapacidad por constituir un orden legitimado y duradero. Tal escenario de convulsión y hasta de «anarquía» (en una clara exageración o torcimiento de la idea que frecuentemente ha hecho la historiografía nacional), tendría su fin, según esta versión dominante, con el triunfo del bando conservador, «pelucón», «portaliano», en la Guerra Civil de 1829 a 1830, y la posterior dictación de la Constitución de 1833, y con todo ello, de la «República Conservadora» u «orden portaliano», que caracterizó a Chile como una de las «excepciones» de orden y estabilidad en un contexto regional de inestabilidad y desorden institucional. Tal escenario, se dice, es el que permitió a Chile, y en particular a su elite, construir un orden que fue visto como «ejemplo a seguir» por parte del resto de las oligarquías del continente, dándole un régimen político, social y económico que le permitió, por lo demás, ampliar su extensión territorial hacia el Norte, con dos guerras contra Perú y Bolivia, arrebatándole a ésta su salida al mar, y hacia el Sur, con la colonización del territorio Mapuche, proceso burdamente enseñado por esa misma historiografía dominante como «Pacificación de la Araucanía», que en rigor, fue una guerra de conquista y despojo a un Pueblo violando flagrantemente los acuerdos, «parlamentos» y tratados firmados con él.
En ese largo proceso, la década posterior a la derrota del ejército realista español en el Chile central, y luego, en su bastión de retirada en Chiloé, fue crucial. Y en el orden estrictamente militar, el General Ramón Freire fue protagonista central, incluso más que los tan reconocidos referentes militares de O’Higgins, los Carrera, o el resto de las conducciones militares que dirigieron las operaciones de la guerra de independencia. Y en la dimensión política, lo mismo: Se trata de un protagonista de primer orden en todo ese período, hasta su derrota en la Batalla de Lircay y su posterior destierro a Perú y luego la Isla Juan Fernández. En toda esa trayectoria, Freire fue considerado como un militar leal a las decisiones de las instancias representativas del momento, razón por la que, además, fue menospreciado por la historiografía tradicional y conservadora, catalogándolo con un sinnúmero de defectos que supuestamente lo hacían una dirigencia con falta de carácter, o de visión de Estado, o de sentido de autoridad.
2. ¿Por qué la omisión y el menosprecio? El bando de la oligarquía santiaguina, el conservadurismo, y la figura de Diego Portales
A diferencia de otros países del continente, con elites más fragmentadas y continuas diferencias que llegaron en reiteradas ocasiones a guerras civiles y golpes de estado entre los distintos sectores de las oligarquías, el caso chileno es llamativo en la relativa unidad y capacidades de cooptación que tuvo la elite oligárquica conservadora, una vez que logró afirmar su proyecto de Estado a partir de la derrota del bando federalista – liberal – pipiolo, en la Guerra Civil de 1829 y 1830, y con la dictación de la Constitución de 1833. Ese polo de actores no era totalmente homogéneo, pero puede simplificarse diciéndose que lo formaba principalmente las elites de la zona central del país, la más poblada y desde donde se ejercía el poder político y económico-comercial desde antes de la Independencia, particularmente Santiago, y secundariamente Valparaíso. Este polo en general sostuvo posiciones libremercadistas en lo económico, y ultra centralistas en lo político. Del otro lado, los cabildos y pueblos de los otros principales núcleos urbanos del país, en especial Concepción y Coquimbo, mantuvieron en general una posición más federalista y liberal en cuanto a la organización del Estado, y en lo económico con mayor preponderancia de los intereses de la producción nacional y el mercado interno, muy frágiles de todos modos. En la convulsa década de 1820, esos dos polos se enfrentaron en numerosas ocasiones, y a ese hilo generalmente poco explicado de una parte crucial de la historia nacional, es al que se le conoce como «período de ensayos constitucionales» o que la historiografía conservadora – liberal dominante ha menospreciado como «anarquía».
En esos años hay un hilo que recorre las distintas coyunturas que se van sucediendo, habiendo un sentido en la trayectoria de sucesos que van desde la desestabilización, caída y renuncia del Director Supremo Bernardo O’Higgins, hasta el desencadenamiento de la Guerra Civil en noviembre de 1829. Lo primero que cabe señalar es que más allá del «gesto» de la renuncia de O’Higgins, lo cierto es que ésta se produce por el alzamiento de las regiones, en ese momento, particularmente de las provincias de Coquimbo y Concepción, ante la imposición de una nueva Constitución sin debate y de manera centralista a fines de 1822. Además, un fuerte terremoto en la zona central del país, destruyó en gran medida Valparaíso y dejó cuantiosos daños en la zona central. Tropas de las provincias mencionadas marchaban a Santiago, y O’Higgins, quien había perdido también parte del apoyo de la elite santiaguina, y éste renuncia. Quien es nombrado posteriormente como su sucesor como Director Supremo, fue el General Ramón Freire.
Ramón Freire había ganado, y fue ganando en esos años, una significativa legitimidad como militar y conductor político defensor del poder de las decisiones tomadas por los cabildos de las provincias y de los órganos de la incipiente institucionalidad estatal, y resguardando una toma de decisiones de manera relativamente democrática en ellos. Es cierto que los márgenes de participación social y popular eran de todas maneras acotados, pero Freire estuvo siempre entre quienes impulsaban la ampliación de la acción política de las más amplias franjas sociales, a contrapelo del bando conservador – estanquero – ohigginiano que tendía a restringirlo y concentrarlo en las instituciones y poderes de Santiago. Con eso como trasfondo, el Gobierno del Director Supremo Ramón Freire encabezó la convocatoria y la realización de un Congreso con carácter también de Asamblea Constituyente, esto es, con la tarea de redactar una nueva Constitución.
Pero acorde a las urgencias políticas y económicas del momento, esa instancia termina funcionando más como un órgano legislativo y co-gobernador que como deliberante y redactor de un nuevo texto constitucional, por lo que la elaboración y redacción de la Constitución queda en manos de una «comisión» donde el rol preponderante lo tuvo el jurista Juan Egaña. Con esto, el nuevo texto, la Constitución de 1823, quedó en muy gran medida determinado por las ideas personales de Juan Egaña, y la importación que éste traía de los debates y propuestas constitucionales de la Europa de ese entonces. Así, adoptaba ideas que pugnaban tanto con ciertas ideas de la elite santiaguina dominante, como con los actores federalistas de las provincias y los sectores de vocación más democráticos y republicanos.
Por los problemas de aplicación de la Constitución de 1823, y en medio del escenario bélico en Chiloé, Freire renuncia de su cargo de Director Supremo (autoridad militar y política a la vez) ante el Congreso, pero éste no acepta su renuncia, autorizándolo a suspender la aplicación de la Constitución. Así, Freire nuevamente encabeza el Congreso – Asamblea Constituyente de 1824 a 1825. Por la inestabilización propia de un momento de coyuntura constituyente, de construcción del Estado, y por tener poderosas fuerzas contrarias al proyecto político liberal y federalista que encabezaba la mayoría de ese Congreso, la nueva Constitución sigue como proyecto inconcluso, y en medio de las dificultades para gobernar, Freire nuevamente renuncia como Director Supremo, y esta vez el Congreso lo acepta, con lo que tal cargo (que juntaba el poder político y militar en una dirigencia), no volvería a ocuparse. Se nombraría en su reemplazo, ahora bajo el título de Presidente de la República, a Manuel Blanco Encalada. Bajo este nuevo período, con mayoría federalista, se dictan las llamadas «leyes federales» de 1826, bajo principios nítidamente federalistas sistematizados por dirigencias como las de José Miguel Infante. Por la fragilidad institucional y económica que vivía el país (con el escándalo de la deuda, el estanco y la quiebra de la compañía de Portales, Cea y cía.), y la presión de grupos de poder civiles y militares (éstos últimos, muy motivoados por la situación económica del ejército de la que dependían), Blanco Encalada renuncia, dejando como Presidente Interino a su Vicepresidente, Agustín de Eyzaguirre, alguien no vinculado directamente a ninguno de los dos polos de la coyuntura constituyente, pero que intentó gobernar con participación de ambos.
La pretendida neutralidad del Gobierno de Agustín de Eyzaguirre se hizo cada día más imposible debido a la polarización que generaba la cuestión de la deuda y el estanco. En ese marco, el 25 de enero de 1827, se amotina una cantidad significativa de militares encabezado por el coronel aristórcrata Enrique Campino, en especial de la guarnición de Santiago, y apresan al Ministro del Interior, al Intendente de Santiago, y hasta al mismo Diego Portales. La historiografía conservadora encabezada por Diego Barros Arrana ha presentado este hecho como una asonada del bando liberal – federalista, pero lo cierto es que fue más bien una intentona de grupos militares en un sentido más corporativo que aliado a éste bando. Tan así, que nuevamente se recurrió a Ramón Freire, quien estaba en relativo retiro político tras la campaña de Chiloé (culminada en enero de 1826 con la firma del Tratado de Tantauco), para aplacar el motín. Tras nuevas ideas y vueltas, el Congreso nuevamente nombra a Ramón Freire a la cabeza del Poder Ejecutivo, esta vez bajo el título de Presidente de la República, cargo que ocupa hasta mayo de 1827, cuando nuevamente renuncia, dejando al liberal pipiolo Francisco Antonio Pinto en la presidencia.
En esta última parte, se convoca nuevamente a una Asamblea Constituyente, que ahora sí da a luz a una nueva Constitución, la de 1828, con un claro perfil «liberal progresista», en oposición a las posiciones conservadoras, y liberal-conservadoras de la oligarquía santiaguina, expresadas en las facciones de o’higginianos, «pelucones» conservadores y «estanqueros» nucleados luego por la figura de Diego Portales.
Como resume el historiador Sergio Grez Toso: «La Constitución de 1828 fue la más avanzada de aquella época de ensayos constitucionales. Su sello fue liberal-democrático por los amplios derechos individuales que garantizaba, el igualmente amplio poder electoral de los ciudadanos y porque para ser ciudadano no se requería contar con cierto patrimonio sino solo un mínimo de edad: 21 años los hombres casados y 25 años los hombres solteros. Solo quedaron excluidos de los derechos políticos los sirvientes domésticos, los deudores al Fisco y los viciosos reconocidos. En teoría, hasta los analfabetos que no estuvieran en estas categorías gozarían del derecho a sufragio, algo poco común para los cánones de la época, incluso en Europa» («La ausencia de un poder constituyente democrático en la historia de Chile«, p.5).
3. La Guerra Civil y Diego Portales como figura referencial del poder constituyente y el proyecto político de las elites chilenas
Tradicionalmente se ha destacado mucho el rol de Diego Portales en este proceso. Pero no siempre se explica bien el rol que cumplió y las implicancias de su figura. Decir por lo pronto que era un comerciante proveniente del núcleo de la oligarquía chilena, que había obtenido de parte del recién formado Estado el «estanco» o monopolio sobre el tabaco, licores, té, naipes, a cambio de hacerse cargo del pago de la cuantiosa deuda que el fisco había adquirido con una casa bancaria – prestamista inglesa, crédito tomado para financiar la guerra de independencia, y en especial, la expedición a Perú, acorde a la mirada geopolítica continental que marcó la época. Pero la compañía Portales, Cea y cía., no cumplió su parte en el acuerdo, y él y su sector político (los «estanqueros»), presionaron para que el Estado asumiera la deuda, culpando a los gobiernos federalistas – liberales de los 20s, por el incumplimiento en el aseguramiento del monopolio. Finalmente, la compañía Portales, Cea y cía quiebra, y este hecho marca el escenario político y económico en lo sucesivo. No está más señalar también, que en cuanto al aseguramiento del monopolio, Portales formó verdaderas bandas armadas extra oficiales, para reprimir a cultivadores y comerciantes de los bienes monopolizados. Además, por su poderío económico, contribuyó a financiar las insurreciones armadas del polo conservador, cuestión en lo que contribuyó también, en el caso del Golpe de Estado de noviembre de 1829, junto al Ejército del Sur encabezado por el General Prieto, que tenían combates y resguardo de la frontera contra el Pueblo Mapuche, que operaron como el brazo armado de la insurrección conservadora.
La insurrección conservadora se justificó en una contingencia que pareciera menor en atención a todos los factores implicados, pero decía relación con su enfrentamiento con los sectores liberales – federalistas. Resulta que en las elecciones de mayo de 1829, los resultados dieron una cerrada correlación de fuerzas entre el polo federalista – liberal – «pipiolo», y el polo conservador – estanquero – «pelucón». Con un sistema electoral indirecto (se vota por un colegio de electores que luego votan por las candidaturas finales), la primera mayoría resultó ser el pipiolo Francisco Antonio Pinto, siendo nombrado Presidente. Pero conforme a la Constitución de 1828, había que elegir también al Vicepresidente entre las mayorías directamente sucesivas. Y como la segunda y la tercera mayoría eran del polo conservador (Francisco Ruiz-Tagle y José Joaquín Prieto, quien luego sería Presidente tras la Guerra), el Congreso, ligeramente de mayoría federalista – liberal, nombró como Vicepresidente a la cuarta mayoría, José Joaquín Vicuña. Esta aplicación forzada de la letra constitucional terminó por justificar la asonada conservadora, y tras los primeros movimientos, ambos bandos eligen a Ramón Freire en un peculiar rol de mediador, a cargo nuevamente de las tropas del Ejército.
Presionado por el bando conservador, Freire se niega a su sumisión a su proyecto político, y encabeza, por tanto, las fuerzas del polo federalista liberal. Y es el ícono de la derrota de esas fuerzas: tras las batallas de Ochagavía y Lircay, derrotado en ésta última, es desterrado a Perú. Desde su exilio, organiza en 1836 una expedición hacia Chiloé, para desde ahí iniciar un levantamiento que derrocara al Gobierno conservador encabezado por José Joaquín Prieto. Descubierto y traicionado por parte de su tripulación, es confinado a la Isla Juan Fernández, donde luego es enviado a Australia, desde donde luego pasa a Tahití, desde donde colaboró para contener al colonialismo francés. Regresa a Chile en 1842, gracias a una amnistía del Gobierno, ya consolidado y firme el orden conservador «portaliano» que caracterizaron la escena política chilena en esas décadas del siglo XIX.
De todas formas, las demandas federalistas y populares siguieron vigentes y relativamente activas, a pesar del fuerte cierre político que significó la Constitución de 1833 y la instauración de la mencionada «República Conservadora». De tales resistencias y luchas, dan cuenta las revoluciones de 1851 y de 1859. Si bien ambas fueron derrotadas, la segunda significó ya cierto repliegue de la muy absoluta hegemonía conservadora-liberal y oligárquica de esos años, expresándose esto en las reformas constitucionales que . Son años donde se instaura un régimen conservador – liberal (un conservadurismo que integra cierta parte del ideario liberal, en sus aristas menos democráticas de todos modos), y donde toda pretensión de las fuerzas liberales democráticas, republicanas, o federalistas, fueron totalmente excluidas, por lo pronto, con casi ningún parlamentario presente en el Congreso de ese polo de fuerzas derrotadas en la Guerra Civil.
El orden centralista y conservador-liberal impulsado por los gobiernos «portalianos» tras la Guerra Civil de 1829 y 1830, fue mirado con admiración y como orden referencial, por otras elites de la región, habida cuenta del relativo éxito que tuvo tal régimen en constituir una institucionalidad eficaz para las elites y oligarquías del país, y una no menor unidad interna de esos sectores dominantes. No por nada, el país recibió a buena parte de la intelectualidad del continente, y sus modelos legislativos fueron en buena medida copiados, tanto la Constitución de 1833 (donde principal rol tuvo Mariano Egaña), como el muy importante Código Civil redactado por el venezolano-chileno Andrés Bello, un conservador-liberal que logró sistematizar una versión autóctona del influyente Código Civil de Napoleón de 1804, que asentó las primeras bases legales del incipiente capitalismo en proceso de cada vez más rápida expansión. Con los intereses privados y en especial la defensa de los principios prácticamente convertidos en dogmas de la propiedad privada y el libremercadismo, cuestiones como los idearios republicanos, democráticos, o de construcción de lo nacional o lo popular, quedaron totalmente relegados a un segundo plano, cuando no directamente rechazados y excluidos. Esta tendencia de triunfo de los sectores más conservadores y de las versiones más antidemocráticas del liberalismo, en todo caso, se dio en la totalidad de los procesos políticos del siglo XIX, bajo pactos «liberal-conservadores», el que se llamó «liberalismo doctrinario» (muy contrario al liberalismo democrático y progresista que representaban referencias como Freire), y la continuidad de monarquías ahora constitucionales en Europa, y de regímenes fuertemente oligárquicos en nuestro continente.
Como muy ilustrativamente se delató en una carta privada del año 1834, Diego Portales, convertido luego en figura del orden constitucional plasmado en la Constitución de 1833, tenía una opinión categórica sobre el rol de ésta: «El gobierno parece dispuesto a perpetuar una orientación de esta especie, enseñando una consideración a la ley que me parece sencillamente indigna (…) De mí se decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. Y ¡qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas veces por su perfecta inutilidad!».(Carta de Diego Portales a Antonio Garfias, 6 de diciembre de 1834).
4. La memoria histórica dominante y el proyecto conservador, autoritario y oligárquico en Chile
Lo decía sólo a un año de vigencia de la Constitución a la que a él se le ha adjudicado una especie de paternidad en cuanto a articulador de la elite que redactó tal texto constitucional. Como es sabido, ese modelo de ejercicio de la autoridad se repetiría innumerables veces en la historia de Chile, al igual que el modelo de golpismo, política excluyente y notorio autoritarismo y centralismo, que ha caracterizado a una elite dominante en casi toda la trayectoria histórica nacional. Por lo mismo, mirado desde hoy, extraña cierta reivindicación que hicieran las izquierdas del siglo XX en relación a ese orden «portaliano», y la omisión en el discurso y programa de una parte significativa de ella, a una crítica al orden conservador-liberal o liberal-conservador que dominó la escena histórica chilena desde entonces.
Ahí hay una parte de la explicación de por qué buena parte de la conducción de la Unidad Popular creía en las posibilidades de cambio y cumplimiento del Programa de la Unidad Popular desde dentro de la Constitución de 1925, que en lo esencial, mantuvo las coordenadas centralistas y conservadoras-liberales de la de 1833, aunque insertando algunas conquistas y demandas sociales y populares, y generando una apertura política que condujo al multipartidismo y la ampliación de la representación popular y de izquierdas, durante el siglo XX, hasta 1973 (Ver «El Gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular chilena como un proceso constituyente inconcluso«). Así, Salvador Allende en su discurso en la ONU, celebraba a Chile como un país «en que desde 1833 sólo una vez se ha cambiado la carta constitucional, sin que ésta prácticamente jamás haya dejado de ser aplicada», cuestión por lo demás, que una revisión histórica básica niega, además de algunas otras referencias adoptadas precisamente de las visiones de la historia oficial y tradicional dominante, como la de un país «de irrestricta tolerancia cultural, religiosa e ideológica, donde la discriminación racial no tiene cabida» (inicio del discurso de Salvador Allende ante la ONU, 4 de diciembre de 1972).
Más lógica fue la explícita apropiación que hizo la Dictadura militar chilena, y en particular Pinochet, de la figura de Diego Portales. Sin ir más lejos, rebautizó con ese nombre al edificio que el Gobierno de la Unidad Popular había construido para la cumbre de la UNCTAD III en abril y mayo de 1972 (la tercera cumbre de la «Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo«, instancia de la ONU), lugar donde fueron instaladas las oficinas y reparticiones de la conducción gubernamental de la Dictadura, habida cuenta de la destrucción del Palacio de La Moneda y su abandono y lenta reconstrucción que terminó recién en 1981.
Toda un ilustrativa muestra de los lazos que vio la Dictadura con el pragmatismo extremo, la falta de compromiso con las ideas de república y de democracia, que el mismo Diego Portales encarnó, y que el propio Pinochet intentó, con importante medida de éxito, repetir con su mando dictatorial. Su proyecto político, de todos modos, al igual que en el caso de Portales, fue edificado más bien por los equipos económicos neoliberales y los edificadores jurídicos de la dictadura, particularmente, en el caso de la Constitución, por Jaime Guzmán, que logró plasmar una «jaula de hierro» constitucional y legal análoga a la que en su momento construyeron los Mariano Egaña, Andrés Bello, y la elite política oligárquica del mediados del siglo XIX.
Como es sabido, la Constitución de 1980 sólo ha logrado ser reformado en aspectos no esenciales, recibiendo, eso sí, numerosas reformas en las más variadas materias. Entre esas reformas, los paquetes de cambios constitucionales de 1989 y de 2005, han sido los más significativos, el primero fruto del acuerdo entre oposición y dictadura, el segundo, iniciativa del Gobierno del Presidente Ricardo Lagos y acordado con la derecha. Ricardo Lagos le puso su firma a la Constitución intentando hacerla pasar como una «nueva Constitución», llegando a insinuar el cambio de la referencia a la fecha de 1980, cuestión que a la larga, no logró plasmarse en un sentido compartido. En la ceremonia de tal firma, el 17 de Septiembre de 2005, como tantas otras veces, halagó a la personalidad de Diego Portales, y afirmó, además de que ahora sí que se trataba de una carta constitucional «democrática» y un «piso compartido», que «hoy nos reúnimos inspirados en el mismo espíritu de 1833 y 1925, darle a Chile y a los chilenos una Constitución que nos abra paso al siglo XXI».
Lo cierto es que, ya bien entrado en el siglo XXI, puede afirmarse que lo que podría llamarse como «portalianismo» es algo aún muy vigente en las mentalidades y referencias de las elites dominantes, mientras que, aún, la figura de Ramón Freire sigue siendo subvalorada o directamente omitida.
Publicado en Revista De Frente.
Enlaces:
«La ausencia de un poder constituyente democrático en la historia de Chile«, Sergio Grez Toso.
«La construcción del Estado en Chile. (1760-1860): democracia de los pueblos, militarismo ciudadano, golpismo oligárquico«, Gabriel Salazar.
Videos:
Gabriel Salazar sobre Ramón Freire:
Programa de TVN «Algo habrán hecho por la historia de Chile» sobre Ramón Freire y Diego Portales (con algunos errores, la mayor parte menores -a excepción de un mapa de Chile del siglo XIX abiertamente erróneo que lo muestra con las fronteras posteriores a la Guerra del Pacífico y la invasión de la Araucanía-, de todos modos muestra un panorama general).