La Constitución y legislación imperial de los Estados Unidos y su violación al Derecho Internacional contra Venezuela

Las medidas unilaterales que viene tomando por decreto el Gobierno de Donald Trump contra el Gobierno, el Pueblo, y la economía de Venezuela, no sólo son una agresión al nivel de una declaración de guerra económica, si no que además desmiente un conjunto de supuestas características y bondades que tendría la Constitución y el régimen constitucional estadounidense.
Desde las teorías y posturas liberales, se suele halagar a Estados Unidos como un país «en serio», donde la Constitución y las leyes se cumplen, con separación de poderes, una normativa clara, un poder judicial independiente, un Congreso con grandes poderes de fiscalización sobre la Administración, mecanismos de garantías y derechos civiles y políticos asegurados para todas las personas. Un modelo constitucional de «controles y equilibrios», «frenos y contrapesos», o en la fórmula en inglés, «checks and balances». Este modelo, se argumenta desde las teorías y argumentarios liberales, contrastaría con el Constitucionalismo y los regímenes constitucionales latinoamericanos, en especial aquellos donde se ha intentado impugnar los órdenes oligárquicos de la región, y donde, se dice, domina la concentración de poderes, el autoritarismo presidencial, la vulneración de la normativa constitucional y legal, la falta de independencia del poder judicial, y normas que son usadas a voluntad de las fuerzas políticas gobernantes.
Pues bien. Aquí veremos cómo, en este falso «modelo a seguir», en verdad lo que existe es un régimen constitucional imperial e imperialista, donde se tuerce el sentido de la legislación y la Constitución a voluntad de la elite gobernante, y donde se viola flagrantemente el Derecho Internacional.
La violación a la Constitución «liberal» vía «Leyes de Emergencia Nacional» y los poderes de la Administración imperial
Se supone que una de las virtudes de la Constitución estadounidense es el de instituir un régimen marcado por los «frenos y contrapesos» al poder, en una idea liberal que promueve, se dice, una fuerte garantía a los derechos civiles y políticos, y en particular, a las garantías al debido proceso y la defensa de la propiedad, pilares del régimen constitucional estadounidense. Otra, su carácter «minimalista» y la estabilidad y durabilidad que ha logrado: se trata de una Constitución aprobada en 1787, a la cual se le han agregado 27 Enmiendas. En la Quinta y Decimocuarta Enmienda se establecen principios de igualdad, debido proceso, y defensa de la propiedad: A ninguna persona, se señala en estas enmiendas, » se le privará de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal; ni se ocupará su propiedad privada para uso público sin una justa indemnización» (…) tampoco podrá ningún Estado privar a una persona de su vida, libertad o propiedad, sin un debido proceso legal; ni negar a persona alguna dentro de su jurisdicción la protección legal igualitaria».
A partir de esas enmiendas constitucionales, los tribunales y la doctrina jurídica estadounidense ha construido un extendido sistema de defensa de la propiedad privada. Bajo una lógica de defensa a ultranza del derecho de propiedad privada, se ha desarrollado una serie de artefactos y argumentos jurídicos que han tenido aplicación fuera de sus fronteras, como la idea de la «expropiación regulatoria»: Cuando un Estado regula una materia (laboral, urbanística, ambiental), y afecta las condiciones en las que se ejercita el derecho de propiedad, puede considerarse una expropiación, que debe sí o sí indemnizarse. Pero como se ve en el caso de las agresiones a Venezuela, esas garantías ceden ante la voluntad injerencista de someter a la economía venezolana a todo tipo de agresiones, bloqueos, y confiscaciones a sus activos localizados en territorio estadounidense y en otros países. Ahí, las medidas coercitivas unilaterales impuestas por el gobierno de Estados Unidos terminan construyendo verdaderas expropiaciones a la propiedad de las personas jurídicas y naturales venezolanas, además de casos de confiscaciones en el último tiempo.
Un recuento de esto. Desde el 2014, el Gobierno de Estados Unidos ha declarado a Venezuela «una amenaza a la seguridad nacional», y comienza con una serie de decretos que viola drásticamente, entre otros principios y derechos constitucionales que supuestamente protege, el derecho de propiedad, la igualdad, y el debido proceso. Estas medidas las toma el Gobierno bajo la normativa legislativa de la llamada «Ley de Emergencia Nacional», dictada en 1976, y que ha sido utilizada en 58 ocasiones.
Esta ley faculta al Presidente de Estados Unidos a dictar, con amplísimos poderes y márgenes de acción, un conjunto de medidas y normas en situaciones en las que se considera que la seguridad nacional del país está siendo vulnerada o amenazada. De las 58 ocasiones en que ha sido invocada, en 31 casos, las «órdenes ejecutivas» con las que se ejercitan, han sido renovadas año a año, y siguen vigentes al día de hoy. Es decir, un enorme poder puesto en manos del Poder Ejecutivo, con el fin de ejecutar una serie de actos, en muy significativa medida de carácter extraterritorial, es decir, con efectos fuera de las fronteras de Estados Unidos (Ver sobre el tema, «Los difusos límites y competencias de una emergencia nacional en Estados Unidos«, EuropaPress, «EE.UU. ha declarado 53 estados de emergencia desde 1976«, teleSUR, «¿Qué es una declaración de emergencia? ¿Qué implica? ¿Puede impugnarse?«, El País).
Como es notorio, esto implica una extraordinaria relativización del principio de separación de poderes, que supuestamente regiría con creces en el orden constitucional estadounidense. Falso. Los famosos «frenos y contrapesos» del régimen estadounidense retroceden ante las necesidades del Gobierno federal, generando una serie de competencias y atribuciones en manos de la Administración imperial de límites altamente difusos. ¿Y el contrapeso del Congreso? El Congreso nunca ha cancelado una declaración de “emergencia nacional”, a excepción de la dictada después del huracán Katrina en el 2005, cuando el presidente Bush la declaró y se revocó dos meses más tarde.
Con estas enormes prerrogativas en manos del Gobierno, Trump se ha apoyado en la declaración del Presidente Barack Obama, que declaró a Venezuela como «amenaza a la seguridad nacional», y a partir de entonces, el Poder Ejecutivo estadounidense ha dictado crecientes medidas de agresión y guerra económica contra el Estado, el Gobierno, y el Pueblo de Venezuela. En las últimas medidas, Trump ha realizado un embargo general a todo tipo de bienes y actividades empresariales o de comercio de origen o con intervención de Venezuela.
Pero alguien podría decir, repitiendo el argumentario liberal con que se halaga al régimen constitucional estadounidense: «Cualquier persona, estadounidense o extranjera, puede recurrir ante los tribunales de justicia para la garantía de sus derechos, entre ellos, el derecho de propiedad, que cuenta con una reforzada protección en Estados Unidos, junto a los derechos al debido proceso y la igual protección ante la ley». Veamos lo que viene pasando, en un caso emblemático que da luces de qué tipo de «separación de poderes» y de «independencia judicial» existe en Estados Unidos.
El Gobierno estadounidense, al avalar al supuesto «Gobierno paralelo» encabezado por Juan Guaidó, ha reconocido a los encargados nombrados por el diputado del partido opositor ultraderechista «Voluntad Popular» como los delegados legitimados para intervenir en una serie de situaciones jurídicas. Entre ellas, la situación de las subsidiarias de PDVSA: Citgo (EEUU), Monómeros (Colombia), PDV Caribe y PDV América. En el caso de Citgo, Guaidó ha nombrado una «junta directiva» para llevar a cabo un verdadero robo de los activos de la empresa. Más aún. El llamado «procurador de la Nación» de Guaidó es el abogado José Ignacio Hernández, quien antes, entre otras actividades, fue ejecutivo de la empresa minera canadiense «Crystallex». Pues bien. El Tribunal de Apelaciones del Tercer Circuito de Filadelfia, que lleva el caso de los activos de Citgo, ha reconocido a Juan Ignacio Hernández como la contraparte en el juicio, donde Crystallex es demandante (!), por haber sido objeto de uno de los procesos de nacionalización emprendidos por el Gobierno Bolivariano a mediados de la década pasada.
De este modo, el tribunal estadounidense otorga legitimidad al personero nombrado a dedo por Juan Guaidó, siendo un ex ejecutivo de la empresa que es demandante contra Citgo, empresa de propiedad estatal Venezolana, instaurando un precedente que deja en una completa indefensión al Estado de la República Bolivariana de Venezuela en los juicios que se llevan a cabo en territorio estadounidense (Para todo esto, ver «¿Qué hay detrás de la inminente confiscación de la venezolana Citgo por la minera canadiense Crystallex?«, Actualidad RT).
¿Cómo es que un Tribunal supuestamente de ese Poder Judicial supuestamente «independiente» reconoce a un delegado de un Gobierno inexistente, que sólo existe en la medida que lo avala el Gobierno estadounidense y un puñado de gobiernos subordinados a su política y dictámenes?
Como reconoce el Informe de los economistas Mark Weisbrot y Jeffrey Sachs (este último, un referencial economista neoliberal, coautor junto a Felipe Larraín, el Ministro de Hacienda de Piñera, de uno de los manuales de economía neoliberal más leídos en el mundo): «Uno de los resultados de las sanciones, como se describió anteriormente, es privar a la economía venezolana de miles de millones de dólares en divisas necesarias para pagar las importaciones esenciales que salvan vidas. Las sanciones implementadas en 2019, incluido el reconocimiento de un Gobierno paralelo, aceleraron esta privación y también aislaron a Venezuela de la mayor parte del sistema de pagos internacionales, lo que puso fin al acceso del país a estas importaciones esenciales, incluidas las medicinas y los alimentos, incluso aquellos que podrían comprarse normalmente si se tuviesen los dólares disponibles. No hay duda de que todas estas sanciones desde agosto de 2017 han tenido graves impactos en la vida y la salud de la población» ( «Sanciones económicas como castigo colectivo: El caso de Venezuela«, Mark Weisbrot y Jeffrey Sachs).
Poco o nada de esto habla la mayor parte de la prensa oligopólica internacional, y por cierto, es parte de las omisiones y distorsiones más claras del Informe de la Alto Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, que en este punto subvalora o derechamente desmiente la central incidencia que han tenido estas acciones en la actual situación venezolana (Ver «¿Y los Derechos Humanos de las y los Chavistas y del Pueblo de Venezuela? Acerca del Informe Bachelet y la acción de actores no estatales y de otros Estados«).
Ante las últimas medidas, Bachelet ha señalado una tímida declaración: «Las nuevas sanciones de EE.UU a Venezuela pueden tener un impacto severo en la población». Poco, para quien debiera ser garantía de imparcialidad y de protección a los Derechos Humanos, particularmente contra los ataques masivos y sistemáticos como los que realiza el régimen imperial estadounidense.
La violación al Derecho Internacional y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos
Además de lo anterior, el Gobierno de Estados Unidos viola abiertamente un conjunto de normas que constituyen los pilares del orden internacional. Partiendo por lo más básico, la Carta de la ONU, de la OEA, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Haremos un repaso a modo de reseña:
En el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos se dice, entre sus consideraciones primeras, “Considerando también esencial promover el desarrollo de relaciones amistosas entre las naciones”. Continúa: “la Asamblea General proclama la presente Declaración Universal de Derechos Humanos como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción”.
Posteriormente, en su artículo 28, se dice, “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”. Y en el artículo 30, se dice: “Nada en esta Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración”. Una fórmula similar está señalada en los artículos 5.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales: “Ninguna disposición del presente Pacto podrá ser interpretada en el sentido de reconocer derecho alguno a un Estado, grupo o individuo para emprender actividades o realizar actos encaminados a la destrucción de cualquiera de los derechos o libertades reconocidos en el Pacto, o a su limitación en medida mayor que la prevista en él”.
Continuemos. En la Carta de la Organización de Estados Americanos, se señala: «Ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho de intervenir, directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro. El principio anterior excluye no solamente la fuerza armada, sino también cualquier otra forma de injerencia o de tendencia atentatoria de la personalidad del Estado, de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen» (artículo 19). Y luego, «Ningún Estado podrá aplicar o estimular medidas coercitivas de carácter económico y político para forzar la voluntad soberana de otro Estado y obtener de éste ventajas de cualquier naturaleza» (artículo 20).
De la lectura de estas normas y principios, cualquier conocedor de la historia y presente del Mundo puede concluir, sin mucho esfuerzo ni adhesiones ideológicas a las izquierdas o al antiimperialismo, que el Gobierno de Estados Unidos las vulnera y viola constante y sistemáticamente. Basta repasar la Carta de la Organzación de las Naciones Unidas, en los propósitos y finalidades puestos en su inicio, para reforzar esa idea:
«Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles, a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en 1a dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, a crear condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia y el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del derecho internacional, a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad, y con tales finalidades a practicar la tolerancia y a convivir en paz como buenos vecinos, a unir nuestras fuerzas para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, a asegurar, mediante la aceptación de principios y la adopción de métodos, que no se usará; la fuerza armada sino en servicio del interés común, y a emplear un mecanismo internacional para promover el progreso económico y social de todas los pueblos, hemos decidido aunar nuestros esfuerzos para realizar estos designios».
Se puede detallar más y abordar otros asuntos que desarrollan más las pruebas y argumentos aquí presentados, pero de todo lo expuesto es difícil no concluir que el Gobierno de Estados Unidos es un régimen imperial e imperialista, que está lejos de la imagen de «democracia constitucional» que el liberalismo ha intentado presentar, y que viola sistemática y gravemente sus propias normativas internas, y los pilares básicos del orden internacional.