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Las «políticas de la identidad» y la división del movimiento popular: El caso de las luchas antiracistas. Entrevista a Asad Haider

Compartimos una interesante entrevista de la periodista Rashmee Kumar al intelectual Asad Haiser, autor del libro “Mistaken Identity: Race and Class in the Age of Trump» («Identidad equivocada: Raza y clase en la era de Trump»),  en el que formula una crítica a las llamadas «políticas de la identidad», en especial en sus expresiones en relación a la cuestión racial, pero también aludiendo a sus aplicaciones a las cuestiones de género, proponiendo una superación de la fragmentación y desarticulación que, señala, han terminado produciendo en los movimientos populares de Estados Unidos y el Mundo, a propósito de los muy actuales y contingentes debates sobre la cuestión racial en el contexto de la revuelta popular desatada con el asesinato del ciudadano afroamericano George Floyd.

Traducimos íntegramente el texto publicado en el medio alternativo estadounidense The Intercept, agregando algunas notas y enlaces para la mejor comprensión del contenido de la entrevista. 


Cómo las políticas de la identidad han dividido a la izquierda. Entrevista a Asad Haider

Por: Rashmee Kumar. Fuente: The Intercept.

Las políticas de la identidad tienen algo para cada uno, pero no en el buen sentido. En su campaña electoral de 2016, Hillary Clinton invocó la «interseccionalidad» y el «privilegio de los blancos» como un gesto superficial de alianza con los jóvenes votantes liberales. Richard Spencer y los miembros de la «alt-right» se refieren a sí mismos como «identitarios» para enmascarar que son, de hecho, supremacistas blancos. Y para algunos «despiertos», llevar una camisa que dice «feminista» y llamar a los famosos por ser vagamente «problemáticos» es su mayor alcance de participación política.

Lo que una vez se pensó como una estrategia revolucionaria para acabar con las opresiones entrelazadas se ha convertido en una nebulosa pero cargada palabra de moda cooptada por todo el espectro político. Un nuevo libro, “Mistaken Identity: Race and Class in the Age of Trump», emprende un riguroso análisis de la política racial y la historia de la raza en los Estados Unidos para lidiar con la cambiante relación entre la identidad personal y la acción política.

En «Mistaken Identity», Asad Haider sostiene que las «políticas de la identidad» contemporáneas son una «neutralización de los movimientos contra la opresión racial» en lugar de un avance de las luchas contra el racismo y sus bases. Haider, candidato al Doctor en la Universidad de California, Santa Cruz, pone en conversación la labor de activistas y académicos negros radicales con sus experiencias personales con el racismo y la organización política. Traza el proceso a través del cual las visiones revolucionarias del movimiento por la libertad de los negros -que entendía el racismo y el capitalismo como dos caras de la misma moneda- han sido sustituidas en gran medida por una comprensión estrecha y limitada de la identidad.
La identidad, argumenta, se ha abstraído de nuestras relaciones materiales con el Estado y la sociedad, esto es, lo que la hace consecuencia de nuestras vidas. De este modo, cuando la identidad sirve como base para las creencias políticas de uno, se manifiesta en actitudes de división y moralidad, en lugar de facilitar la solidaridad.

«El esquema de la identidad reduce la política a lo que eres como individuo y a obtener reconocimiento como individuo, en lugar de tu pertenencia a una colectividad y a la lucha colectiva contra una estructura social opresiva», escribe Haider. «Como resultado, las políticas de la identidad paradójicamente terminan reforzando las mismas normas que se propuso criticar».

El concepto de políticas de la identidad fue acuñado originalmente en 1977 por el Combahee River Collective [Colectiva del río Combahee], un grupo de lesbianas negras socialistas y feministas que formularon la necesidad de una política autónoma propia al enfrentarse al racismo en el interior del movimiento de las mujeres, al sexismo en el movimiento de liberación negra, y al reduccionismo de clase. Centrarse en cómo la opresión económica, de género y racial se materializaba simultáneamente en sus vidas fue la clave de su política emancipadora. Pero su trabajo político no terminó ahí. Las mujeres de Combahee abogaron por la construcción de alianzas de solidaridad con otros grupos progresistas con el fin de erradicar toda opresión, al mismo tiempo que se ocupaban de la suya propia.

Basando su crítica en historias específicas y relaciones materiales, Haider toma un enfoque múltiple para explorar cuán agudamente las políticas de identidad se han desviado de sus raíces radicales.

Mediante su participación en la organización contra las subidas de las matrículas y la privatización, Haider describe los pasos en falso de los movimientos que separan falsamente las cuestiones económicas y raciales en cuestiones «blancas» y «POC» [«personss of color», personas de color] basadas en la identidad. Su análisis del «privilegio de los blancos» refleja el desarrollo de la raza blanca, codificada en la Virginia colonial del siglo XVII por la clase dirigente para justificar la explotación económica de los africanos como esclavos e impedir las alianzas entre trabajadores africanos y europeos tras la Rebelión de Bacon.

En su capítulo sobre el «paso» [«passing«, cuando una persona de un grupo racial «pasa» a otro], Haider intenta entender el caso de Rachel Dolezal como un ejemplo de «las consecuencias de reducir la política a performances de identidad». Examina la obra del novelista Philip Roth, así como la transformación política del poeta Amiri Baraka, que abrazó el nacionalismo negro en el decenio de 1970 y más tarde renunció a él por el universalismo marxista. Por último, Haider explica cómo la elección de Donald Trump fue prefigurada por el auge del neoliberalismo en la política electoral décadas antes. A través de la obra del teórico cultural británico Stuart Hall, establece cuidadosas comparaciones con la forma en que el Partido Laborista del Reino Unido gestionó la crisis económica y el pánico moral en la década de 1970, lo que allanó el camino para que Margaret Thatcher tomara el poder.

El breve libro de Haider concluye con una crítica a la paradoja de los derechos como objetivo final de los movimientos de masas. En cambio, pide que se reclame un «universalismo insurgente», en el que los grupos oprimidos se posicionen como actores políticos y no como víctimas pasivas. A su vez, fascinante y provocativo, «Mistaken Identity» se aleja de las luchas en Twitter y de los artículos de reflexión para contextualizar los debates sobre las políticas de la identidad y reconfigurar la forma en que la cuestión de la raza es incorporada a los movimientos de izquierda. La entrevista de Intercept con Haider ha sido condensada y editada para mayor claridad.

¿Puede explicar cómo la política de identidad pasó de una práctica política revolucionaria a una ideología liberal individualista?

1977 fue un punto de inflexión histórico. En primer lugar, fue una crisis para los movimientos de masas, que se remonta al movimiento de derechos civiles – la «Nueva Izquierda» de los años 60 y el nacionalismo negro que vino después. Estas movilizaciones y organizaciones de masas chocaron con sus propios límites estratégicos, se enfrentaron a la represión del Estado, y luego su dinamismo fue disminuyendo. Al mismo tiempo, se produjo lo que Stuart Hall llamó una «crisis de hegemonía», en la que las coordenadas de la política americana se estaban reorganizando totalmente -y el mismo proceso estaba ocurriendo en Europa-, en la que las crisis económicas de los años 70 habían llevado a una reorganización total del lugar de trabajo, los sindicatos estaban a la defensiva y los movimientos de masas se estaban descomponiendo. Así pues, parte de lo que ocurrió en este período es que el lenguaje de la identidad y la lucha contra el racismo se individualizó y se vinculó al avance individual de una clase política negra en ascenso y de las élites económicas que una vez fueron excluidas del centro de la sociedad americana por el racismo, pero que ahora tenían un pasadizo para entrar.

Creo que en el momento actual, carecemos de un lenguaje político que pueda pasar de la división a la solidaridad, y eso es algo que fue una cuestión importante para los movimientos antirracistas de los años 50s a 70s, y eso es lo que el «Combahee River Collective» estaba trabajando. No tenemos un lenguaje sobre las luchas colectivas que aborden temas de racismo y puedan incorporar movimientos interraciales. Así que creo que parte de la razón por la que este tipo de políticas de identidad individualista surge tanto en la izquierda y entre los activistas que realmente quieren construir movimientos que desafíen la estructura social, es porque hemos perdido ese lenguaje que vino con los movimientos de masas, que podría permitirnos pensar en las formas de construir esa solidaridad.

Usted escribe que «la ideología de la raza es producida por el racismo, no al revés». ¿Qué significa esto?

En este libro, no hablo de «raza» en general porque podríamos pensar en muchos contextos históricos diferentes en los que se introducen divisiones entre grupos, que se jerarquizan, y algunas de ellas pueden estar relacionadas con el color de la piel. Pero hay ejemplos de ese tipo de diferenciación de grupos que no están relacionados con el color de la piel, como el caso del colonialismo irlandés e inglés en Irlanda en el siglo XIII, al que me refiero en el libro. Podrías mirar diferentes ejemplos de esclavitud en las plantaciones del Caribe, y tendrías que explicar [la raza] de manera diferente porque no sólo había esclavos africanos, sino también «coolies» [o «culíes«] de la India y China.

Hablo de una historia muy específica de la raza que surgió del trabajo forzado en la Virginia colonial en el siglo XVII. Mi argumento es que la primera categoría racial que se produce es la de la raza blanca, a fin de excluir a los trabajadores forzados africanos de la categoría en la que se colocó a los trabajadores forzados europeos, en la que se puso fin a su período de servidumbre, [a diferencia de] la categoría de los esclavos, que no tuvo fin a su vigencia. La raza blanca fue inventada, como dijo Theodore Allen, en la forma en que las leyes cambiaron con respecto al trabajo forzado, y ese es el comienzo de la división de las personas en categorías raciales en la historia de los Estados Unidos. Lo que el racismo hizo en este caso fue diferenciar entre diferentes tipos de explotación económica y, en última instancia, se convirtió en una forma de control social, que dividió a los explotados mediante la introducción de jerarquías y privilegios para algunas personas, lo que les impidió ver un interés común [entre los trabajadores forzosos migrantes europeos y africanos] y un antagonismo común contra los que los estaban explotando.

Sus encuentros personales con el racismo y las observaciones de activismo en el campus se tejen a lo largo del libro. ¿Cómo han influido tu propia identidad y experiencias en tu comprensión de la raza?

Siempre me refiero a una cita de Stuart Hall, quien dijo que la identidad no se trata de volver a tus raíces, sino de aceptar tus rutas. Así que en ese sentido, la identidad no es tu esencia o lo que está dentro de tí o en la base de tí, sino que se trata de todo el movimiento que te ha llevado a ponerte donde estás. Puedo rastrear mi propia identidad hasta mis antepasados que emigraron de Irán a la India, y luego después de la Partición, de la India a Pakistán, y de allí, mis padres a la Pennsylvania rural. Esa es una historia de movimiento en todo el mundo y a cada paso, una mezcla que transformó lo que se estaba moviendo. Mi conciencia de eso siempre me ha hecho escéptico de dar el salto de la identidad a un tipo particular de política porque la identidad no puede ser reducida a una cosa fija, y cuando tienes una política que hace eso, significa un daño para la gente y para todas nuestras historias de mezcla y viaje y dinamismo.

En cuanto al activismo en la universidad, mi experiencia fue como una persona de color que se radicalizó en gran medida al aprender sobre el movimiento del Poder Negro y el marxismo a través del movimiento del Poder Negro («Black Power movement»). Así que nunca imaginé que la gente vería una incompatibilidad entre ellos, especialmente porque el marxismo fue la fuerza poderosa en el siglo 20,siendo incorporado y adaptado en el mundo no occidental. Eso es algo que se ha olvidado o suprimido hoy en día. Así que como persona de color que se involucra en los movimientos sociales, me consertnaba que a menudo, la raza se convertía en la fuente de división, fragmentación y derrota, en lugar de ser parte de un programa de emancipación general. Fue esa frustración la que me llevó a pensar y a escribir sobre lo que se aborda en este libro.

A menudo se acusa a la izquierda de ser «demasiado blanca» o «demasiado masculina». ¿Cómo puede la izquierda comenzar a abordar las dinámicas raciales internas?

Si tienes una organización o un movimiento dominado por hombres blancos, eso es un problema político y estratégico. Si lo tratas como un problema moral, no podrás resolverlo. Creo que lo importante es ser capaz de cambiar la situación. Cualquiera que haya participado en el activismo sabe que en una reunión, alguien puede ser llamado o se le dice que «date cuenta de tu privilegio». Hay un artículo interesante que salió del movimiento feminista de Jo Freeman llamado «Trashing» [destrozar, en Chile,  similiar al acto de «funar», en Argentina, «escrachar», etcétera] – el equivalente contemporáneo de «trashing» es «calling out» [gritar]. Lo curioso del «trashing» es que no funciona porque centra toda la atención en el hombre blanco que se involucró en cualquier transgresión que esté siendo condenada moralmente. También crea una atmósfera de tensión y paranoia, de modo que incluso las personas que no son hombres blancos pueden sentirse nerviosos al hablar porque pueden decir algo equivocado – y ser «destrozados». Por lo tanto, es una cuestión que la gente que está involucrada en organizaciones tiene que tomar en serio, que los hombres blancos tienen que tomar en serio.

Había un principio que el comunista negro Harry Haywood dijo que era fundamental en la organización durante las luchas antirracistas de los años 30s. Dijo que todo el mundo tiene que aceptar su propia posición nacional. Así que los camaradas blancos tienen que oponerse al chovinismo blanco, y tienen que tomar un papel de liderazgo para oponerse a él. Y dijo que los camaradas negros tienen que tomar el rol protagonista en la oposición al nacionalismo reaccionario, que en ese momento era el «Garveyismo» [por Marcus Garvey, uno de los principales activistas del nacionalismo negro] y similares. Dijo que con esta división del trabajo, que era parte de los movimientos de masas reales, se podía empezar a superar estos problemas. Pero luego dijo que cuando el partido abandonó sus campañas contra el racismo, empezaron a vigilar el lenguaje de los demás, y esa división del trabajo desapareció, y el problema no fue abordado. Eso es algo que todavía se mantiene. Los hombres blancos en los movimientos tienen que tomar la iniciativa para tratar de superar esas jerarquías que se manifiestan en las interacciones sociales, pero también la gente de color tiene que dar un paso adelante y decir: «No aceptamos esta división entre las cuestiones raciales y económicas, entre raza y clase, y si alguien viene y trata de decir que estas cuestiones son todas ‘blancas’ o que este es un ‘movimiento blanco’, eso no es cierto porque estamos aquí y estamos desempeñando un papel, y creemos que estas cuestiones están conectadas y podemos trabajar en ellas juntos».

¿Puede hablar de las ideas detrás del nacionalismo negro en los años 70s y sus limitaciones? ¿Cómo ha perdurado el nacionalismo negro en la política contemporánea de EE.UU.?

Después de 1965, después de que el movimiento de derechos civiles lograra grandes cambios políticos, no estaba claro hacia dónde debía dirigirse el movimiento. Pero incluso los líderes del movimiento de derechos civiles pensaban que, ahora que la segregación legal se había socavado formalmente, todavía tenían que lidiar con el hecho de que la mayoría de los negros se encontraban en la pobreza y que existían estructuras de exclusión de facto. Martin Luther King, por ejemplo, empezó a interesarse por la Campaña de los Pobres [Poor People’s Campaign], en la que estaba trabajando al final de su vida. Pero otro enfoque en este punto era lo que algunos llamaban «disturbios» y otros «rebeliones urbanas» en las ciudades del norte, que se rebelaban contra el control económico de los terratenientes y los hombres de negocios blancos. En el contexto urbano del norte, el nacionalismo negro como programa político consistía en construir instituciones alternativas, más que en pedir la integración en la sociedad blanca.

Así que ocurrieron dos cosas. Una era que los nacionalistas negros construyeran instituciones paralelas, y la otra era la superación de la segregación legal y el surgimiento de una nueva clase política y élites económicas negras, que siempre habían existido hasta cierto punto, pero ahora la escala cambió completamente. Así pues, las organizaciones nacionalistas negras estaban detrás de muchas de las campañas para tener un alcalde negro en una ciudad mayoritariamente negra. En el caso del Amiri Baraka, fue Kenneth Gibson. Parte de la razón por la que Baraka se alejó del nacionalismo negro hacia el marxismo fue la comprensión de que una vez que Gibson estuvo a cargo de la Alcaldía de Newark, la política de siempre continuó como estaba. Creo que el nacionalismo negro tuvo un papel revolucionario en su período – fue un desarrollo estratégico y político muy importante – pero a lo largo de los años 70, con el ascenso de la clase política negra y las élites económicas negras, se encontró con una contradicción.

El nacionalismo negro se vinculó a las élites políticas y económicas negras porque tenía una ideología de unidad racial, y cuando la gente estaba completamente excluida del gobierno y el control de sus propias vidas, tenía sentido que hubiera una especie de alianza entre estas figuras más elitistas y los estratos económicos más bajos porque ambos se enfrentaban a estructuras raciales de exclusión. Pero a medida que el proceso de incorporación de las elites negras a las estructuras políticas y económicas existentes continuaba, esos intereses ya no estaban alineados, especialmente en los años 70s, ya que los políticos de todos los tipos empezaban a imponer la austeridad a sus poblaciones, recortando los programas sociales y así sucesivamente. Se convirtieron en los políticos negros que lo hacían, y así las contradicciones entre la élite negra y la mayoría de los negros de las ciudades se hicieron muy claras. Y lo que creo que persiste ahora es esa división entre las élites y la gente trabajadora común, y una ideología residual de unidad racial que a menudo se utiliza para encubrir esa división de clases. Ese fue el caso de Barack Obama.

¿Cómo puede la política de la identidad ser devuelta a sus orígenes radicales dentro del discurso político y la organización contemporáneos?

Creo que tenemos que estar abiertos a comprender que nuestras identidades no son fundamentos de nada; son inestables, son múltiples, y eso puede ser inquietante. Pero tenemos que encontrar la manera de sentirnos cómodos con eso, y parte de la manera en que podemos hacerlo es creando nuevas formas de relacionarnos, que pueden venir a través de los movimientos de masas. La forma en que podemos superar la fragmentación a la que parece conducir la identidad ahora es precisamente reconociendo lo que propuso el Colectivo del Río Combahee: el poder afirmar una autonomía política y también estar en alianzas. Creo que eso es muy práctico. No va a venir de tener discusiones interminables en Twitter; es algo que tiene que venir a través de la actividad política. Es a través del trabajo en proyectos concretos y prácticos en alianza con otros. Eso en sí mismo es un proceso en el que el racismo es socavado, y la gente blanca que está trabajando junto con la gente de color puede aprender a cuestionar sus propias suposiciones y superar los impulsos racistas.

Me inspira mucho el rápido crecimiento de las organizaciones socialistas en este momento, pero a veces me preocupa que el socialismo se equipare con algún tipo de programa de redistribución económica que ha sido el mismo desde el siglo XIX. Los socialistas siempre han estado comprometidos en la construcción de alianzas, siempre existió el principio del internacionalismo, nunca hubo una concepción fija del tipo de demandas que un movimiento socialista tiene que presentar. A veces una demanda que puede parecer no estar directamente relacionada con la redistribución de la riqueza puede formar parte de la formación de alianzas y la movilización popular. Si una organización socialista está a la vanguardia de un movimiento contra el racismo – y este era el objetivo de ciertos miembros negros del Partido Comunista en los años 30s – entonces la gente va a mirar a su alrededor y decir, «¿Quién está de nuestro lado? Es esta gente. Cuando tratábamos con la violencia policial, estas eran las personas, esta era la organización que intervenía para colaborar. Y esta es una organización que es multirracial, y piensan que estos problemas que encontramos en nuestra vida diaria importan, tanto como cualquier otra demanda económica podría importar». Por lo tanto, las organizaciones socialistas también tienen que estar abiertas a la experimentación y la flexibilidad a fin de evitar que la identidad opere como fuente de división y, en su lugar, construir activamente la solidaridad.

¿Puede explicar su visión de un marco político universalista?

Tenemos que dejar de lado el tipo de universalismo que resuelve las divisiones y dificultades de antemano diciendo que tenemos algún tipo de fundamento universal, como la naturaleza humana o el materialismo como si fuera alguna materia física, que no tiene nada que ver con el materialismo tal como Marx habló de él. Ese no es el universalismo que defiendo porque ese tipo de universalismo ha sido históricamente atrapado por la exclusión y la dominación – como lo que fue planteado por la Ilustración, la Revolución Francesa, la Revolución estadounidense, que fueron sistemáticas con la esclavitud, el colonialismo y diversas formas de violencia. Mi comprensión del universalismo es cuando las personas y grupos excluidos de esta [definición de] universalidad se levantan y reclaman su autonomía para producir un nuevo tipo de universalidad. No es algo que preexista; es una ruptura con el estado de cosas existente. El ejemplo clásico es la Revolución Haitiana, que vino después de la Revolución Francesa, que señaló que Francia todavía tenía colonias en las que había esclavitud, a pesar de lo que estaba ocurriendo allí.

Seríamos capaces de ver un nuevo universalismo si estas rígidas divisiones entre las llamadas categorías de identidad como la raza y el género y la categoría de clase fueran superadas en un movimiento real y práctico. Si fuéramos capaces de ver surgir organizaciones y de hacer un cambio real y concreto en el que se superen esas brechas – en el que sería imposible decir que «esta es una organización blanca» o «esta es una organización dominada por hombres» – implicaría necesariamente desafiar la desigualdad económica y las estructuras de clase de la sociedad americana. Para que surgiera un movimiento que abordara las estructuras fundamentales de desigualdad, dominación y explotación de la sociedad americana de tal manera que la identidad como fuerza de división no pudiera existir, sería un verdadero momento universal.

Por: Rashmee Kumar. Fuente: The Intercept. Traducido por La Marejada.

Foto de encabezado: Protestas en Raleigh en el Monumento Ejército confederado, Estado de Carolina del Norte, Estados Unidos.

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