12 de Octubre: España, el sueño que nunca fue. Por Daniel Seixo Paz
Fuente: Antiimperialistas.com.
“Los catalanes, los gallegos y los vascos serían anti-españoles si quisieran imponer su modo de hablar a la gente de Castilla; pero son patriotas cuando aman su lengua y no se avienen a cambiarla por otra. Nosotros comprendemos que a un gallego, a un vasco o a un catalán que no quiera ser español se le llame separatista; pero yo pregunto cómo debe llamársele a un gallego que no quiera ser gallego, a un vasco que no quiera ser vasco, a un catalán que no quiera ser catalán. Estoy seguro de que en Castilla, a estos compatriotas les llaman «buenos españoles», «modelo de patriotas», cuando en realidad son traidores a sí mismos y a la tierra que les dio el ser. ¡Estos sí que son separatistas!”.
Alfonso Daniel Rodríguez Castelao
«Son españoles… los que no pueden ser otra cosa»
Antonio Cánovas del Castillo
«Este maldito país es una gran pocilga
Ministros, gobernadores, presidentes que se tocan los cojones
Este maldito país es una gran pocilga»
Maldito País – Eskorbuto
En vísperas del 12 de octubre, fecha que inexplicablemente algunos todavía hoy se empeñan en rememorar con orgullo, al tiempo que portan el estandarte de un imperio español ya muerto, uno no puede evitar lanzar en estas líneas que siguen una pequeña reflexión acerca de los ecos de esas batallas que nunca han cesado del todo, poniendo especial foco de interes en esas resistencias que, como susurros en el viento, se niegan a ser borradas. Porque mientras la historia oficial todavía insiste en hablar de descubrimientos, civilización y evangelización, la memoria de los pueblos de Nuestra América nos recuerda que aquel día no marcó el inicio de un amigable encuentro, sino el comienzo de una resistencia interminable frente a la barbarie. Los pueblos indígenas han mantenido a lo largo del tiempo su verdadero nombre: invasión, saqueo, genocidio. El 12 de octubre, celebrado por Madrid como un triunfo memorable, supuso para los que resistieron y aún resisten, su primer grito de insumisión.
Desde aquel lejano 1492, cuando la bruma de la conquista se cernió sobre el continente americano, el capitalismo encontró en el Nuevo Mundo un terreno fértil para su voraz desarrollo, a costa de la sangre, el sufrimiento y la esclavitud de pueblos ajenos a la codicia y la depredación. La rapiña de la corona española, lejos de ser una simple búsqueda de tierras, constituyó un proceso sistemático de despojo y explotación de recursos. En este vasto continente, las montañas que antes lograban susurrar la memoria de los ancestros comenzaron a llorar el oro y la plata que los españoles, con la codicia reflejada en sus ojos, arrancaban de las entrañas de la tierra, arrebatada a hierro y fuego a sus legítimos dueños. Las minas de Potosí pronto se convirtieron en símbolo de este despojo, donde miles de indígenas fueron sometidos a condiciones inhumanas de trabajo, esclavizadas con el único fin de convertir la generosidad de aquella tierra en riqueza acumulada por unos pocos, un desmedido lucro que únicamente se depositaba en las manos de aquellos que vestían armaduras brillantes y se sentaban en tronos construidos sobre el sufrimiento y la muerte de muchos otros.
La brutalidad del impuesto sistema de encomienda, que convirtió a los indígenas en mano de obra forzada para el apurado desarrollo de la corona española, revela la verdad oculta tras la leyenda rosa de la colonización, que presenta a los españoles como héroes civilizadores. En esta ficticia narrativa, olvidan conscientemente los conquitadores las voces de los pueblos originarios, cuyas historias hasta hace bien poco nunca sido narradas por la historiografía oficial y cuyas luchas han sido silenciadas por la clase dominante. Mientras el oro y la plata brillaba en las mesas de Europa, el eco de los gritos de aquellos que eran despojados de su hogar todavía resonaba en las montañas y los valles, creando un contrapunto dramático impuesto por el colonialismo que aún hoy persiste en el tiempo.
Pese a la brutal opresión sistemática impuesta por la conquista española, los pueblos indígenas no permanecieron sometidos en silencio. Su resistencia ha sido una constante en el proceso colonial y postcolonial. Ejemplo de ello Túpac Amaru II, que ya en 1780 lidero la primera gran revolución indigena acontecida dentro del proceso emancipador que tuvo lugar en el virreinato del Perú. Con el fervor del corazón rebelde de aquel que nunca se doblega, el líder indígena logró movilizar a diversos grupos sociales en un levantamiento contra el dominio español, haciendo resonar el grito de libertad en cada rincón de la tierra que una vez perteneció a su pueblo. Esta revuelta fue una clara manifestación de la lucha por la autodeterminación y la dignidad de los pueblos indígenas frente a la explotación y el abuso, otros líderes como el mapuche Caupolicán, serían empalados o descuartizaos por desafíar al invasor, pero al igual que el pueblo maya, pese a ser derrotados en la batalla, fueron numerosos los pueblos que continuaron organizandose y resistiendo al invasor esde la penumbra de la selva, siempre dispuestos a un nuevo levantamiento en busca de la libertad. Tan sólo el pueblo que se organiza y lucha puede confiar en la victoria.
Desde el instante en que las carabelas de Cortés y sus hombres tocaron las costas de Yucatán, un nuevo capítulo de sometimiento se escribía en la piel de la tierra de Nuestra América y en la historia de la humanidad. Los pueblos mayas, que habían florecido imersos en una rica cultura y una profunda conexión con su entorno, fueron despojados de sus tierras y sometidos a un nuevo tipo de explotación en la que los recursos arrancados de las entrañas de la tierra, eran solo la cara visible de un proceso de dominación que devastó no solo cuerpos, sino también espíritus y tradiciones.
Con el paso del tiempo, la dominación española dio paso a nuevos tipos de opresión. Las reformas liberales del siglo XIX, en lugar de traer alivio a una población que ansiaba despojarse de los efectos del colonialismo, únicamente profundizaron el sufrimiento de los pueblos indígenas, quienes pese a la nueva realidad heredada continuarían siendo tratados como ciudadanos de segunda clase en su propia tierra. La llegada del capitalismo, con sus promesas de modernidad y progreso, se tradujo, por tanto, en más despojo, más explotación y mayor sufirmiento. Las poblaciones indigenas, empujadas al abismo de la pobreza y el despojo, comenzaron entonces a organizarse, a recordar sus raíces, a recuperar su voz en un mundo que parecía decidido a silenciarlos.
Los ecos de resistencia se dejarían escuchar de nuevo en conflictos abiertos como la Guerra de Castas en Yucatán, que comenzaba en 1847 y se extendería durante más de 50 años. Este conflicto, como un río que se niega a ser contenido, arrastraba consigo la herencia de un sistema impuesto y una explotación incesante. En cada enfrentamiento contra el opresor, en cada estrategia de resistencia y en cada pueblo en armas, el eco de la historia resonaba, negándose a aceptar la rendición de un continente. A medida que la guerra avanzaba, las comunidades forjaron alianzas, construyeron redes de apoyo y se organizaron para enfrentar a un enemigo que, por generaciones, había buscado completar un genocidio abierto contra los pueblos en resistencia. La revolución indígena se organizaba en torno a la defensa de sus derechos, la restauración de sus tierras y el rechazo a las políticas de despojo que perduraban desde la época colonial, ahora en manos de títeres al servicio de la corona y del lucro capitalista. En cada batalla y en cada levantamiento, los pueblos indígenas demostraron que su espíritu indomable seguía vivo, desafiando las narrativas de dominación impuestas.
Las atrocidades cometidas por los colonizadores españoles fueron solo el inicio de un ciclo de violencia que se perpetuó a lo largo de los siglos. La imposición de una cultura ajena, la religión y el despojo de tierras ancestrales se inscribieron en una narrativa que glorifica la hispanidad como una idea que, lejos de unir, se convierte en un símbolo de opresión y exterminio. La hispanidad que algunos celebran hoy con orgullo desde sus cómodos asientos en Madrid es, en realidad, un sinsentido que ignora el sufrimiento y la resistencia de aquellos que fueron despojados de su identidad y dignidad. La leyenda de una colonización armoniosa, impuesta por el españolismo, se desdibuja rápidamente ante el sufrimiento y la resistencia de los pueblos originarios en su lucha contra un sistema que buscaba destruir no solo su existencia física, sino también su cultura y su ser.
Lo que se celebra el 12 de octubre en España es la negación de esa historia: la glorificación de un proyecto imperial que impuso su dominio no solo sobre los pueblos indígenas de América, sino también sobre las naciones y culturas que habitan la península ibérica. Esa misma bandera rojigualda, símbolo del poder colonial, es la que hoy ondea como emblema de la «unidad indivisible» de un Estado forjado bajo la conquista y el despotismo colonial. ¿Acaso no se asemeja esta imposición de la lengua, los símbolos y las instituciones a lo que hicieron los colonizadores en tierras lejanas? Los pueblos de Galicia, Cataluña, Andalucía, Canarias o Euskadi, al igual que los pueblos indígenas de Nuestra América, también conocen de primera mano lo que significa resistir ante la fuerza de un imperio que busca uniformar, someter y borrar su propia identidad.
Y es que, como aseguraba Eduardo Galeano, la historia no está hecha de héroes anónimos que acatan su destino, sino tejida por los pequeños actos de rebeldía que desafían la narrativa del poder. La resistencia indígena nos enseña que la lucha por la libertad no tiene fin. Así lo demuestran la Revolución Cubana, la Nicaragua Sandinista, la Venezuela Bolivariana y todos aquellos pueblos que, en defensa de su tierra y sus derechos ancestrales, se enfrentan a los grandes terratenientes y las multinacionales que buscan despojarlos, resistiendo con dignidad el embate, al igual que lo hicieron sus ancestros hace siglos contra los colonizadores españoles.
Y no solo son los pueblos indígenas de Nuestra América los que hoy continúan esta resistencia. En Palestina, el pueblo lucha contra la ocupación israelí del mismo modo que los pueblos de América se defendieron del avance de los conquistadores. En Yemen, mujeres y hombres resisten a las fuerzas invasoras que, como en los tiempos de antaño, buscan destruir su cultura y apropiarse de sus recursos. ¿Acaso no es la misma lógica de saqueo imperial que los conquistadores aplicaron en América Latina?
El 12 de octubre es un recordatorio de que la lucha contra el opresor y el despojo impuesto por los colonizadores es una batalla heredada por los pueblos y que resulta imposible de derrotar hasta que el último aliento ponga fin a la barbarie del capitalismo. Los españoles que, a izquierda o derecha, hoy ondean la rojigualda con orgullo, olvidan que aquellos que defendieron ese imperio son los mismos que han vendido su nación a los intereses de las potencias extranjeras, primero a los ingleses y luego a los norteamericanos. Los que hoy en Madrid se sienten patriotas bajo la bandera de la hispanidad no comprenden que glorifican y aplauden un sistema de dominación cimentado en arrancar a los pueblos sus recursos y someterlos a la cruel explotación de su fuerza de trabajo.
Como bien lo sabían líderes como Fidel Castro, Ernesto Che Guevara o Hugo Rafael Chávez Frías, la lucha por la verdadera libertad se sustenta en la solidaridad internacionalista. No se puede liberar a un pueblo sin liberar al mundo y nunca un pueblo que oprime a otro pueblo podrá disfrutar de la luz de la libertad. La resistencia indígena, campesina y obrera frente al despojo colonialista, no es una cuestión del pasado, sino que supone la chispa viva que aún puede incendiar los cimientos de este sistema colonial y capitalista. Y es en este sentido que el 12 de octubre no es un día para la celebración, sino un día para recordar que la verdadera historia la escriben los pueblos que no se rinden, los pueblos que aún en medio de la derrota, logran plantar cara al viento.
Fuente: Antiimperialistas.com.